Corría el año 1899 cuando la anciana Juliana Rodríguez empezó a notar cosas raras en su casa de la aldea pontecesana de Anllóns. Algo no iba bien en la pequeña vivienda de piedra.
Se levantaba por la mañana y se encontraba revueltos los muebles de la cama. Los huevos le aparecían vacíos y también algún que otro esputo decoraba su ropa.
Tras un tiempo viendo como algo removía las brasas de la lumbre, le tiraba de los pelos y la cubría de arañazos, decidió visitar al cura, Juan Antonio Combarro, para contarle los motivos de sus cuitas.
La historia la relata magistralmente José María Castroviejo en un libro, El pálido visitante , que puede encontrarse en la Biblioteca 120 de La Voz. El mismo autor titulaba un artículo publicado en La Vanguardia , en 1971, Jaranas diabólicas , referido a los mismos sucesos de la vivienda de Tella.
Aquello, al parecer, fue algo más que visiones de una mujer de avanzada edad. De hecho, la prensa de la época se hizo eco profusamente de los extraños sucesos de la aldea de Anllóns, y todavía en los años 50 periódicos como La Voz de España , editado en San Sebastián, recordaban un caso que pudo ser uno de los primeros de posesión diabólica de una vivienda en la historia de España. Y eso mucho antes de que la televisión y el cine se centradrn en esos asuntos. Faltaba poco menos de un siglo para que padre Carras se hiciera famoso en El exorcista cuando en Tella se preparaban para poner en práctica esos rituales.
Eso sí, ni a la buena de Juliana Rodríguez ni a su nieta, María Cundíns, que entonces contaba 12 años y con la que compartía vivienda, les daba vuelta la cabeza. Tampoco echaban sapos y culebras por la boca. Era la casa la poseída y el diablo, quien sabe por qué, se ensañaba con las habitantes de las cuatro paredes.
El párroco Juan Antonio Combarro, hombre al parecer poco dado a fantasías, recetó a la mujer el rezo del Santo Rosario y frecuentar los Sacramentos. Pero el cura acabó creyendo cuando, ante la insistencia de la mujer, se trasladó a la vivienda y vio, con sus propios ojos, los hechos insólitos que allí acontecían.
Los hechos los recogió en un libro hoy inencontrable el presbítero Ricardo Sánchez Varela, que los oyó de los labios del sacerdote. Eva y María. Fenómenos diabólicos y milagros que demuestran el cumplimiento de la promesa hecha en el Paraíso , se publicó en 1925 en Barcelona.
No solo el cura vivió las diabluras en sus propias carnes. Fueron muchos los que se acercaron a la vivienda para conocer cómo se manejaba el demonio en el ámbito doméstico. Al parecer, lo hacía con soltura, si bien no era muy dado al orden y la limpieza. Tanta soltura que el entonces arzobispo de Santiago, el cardenal Martín de Herrera, llegó a nombrar una comisión de canónigos para estudiar el caso.
Tampoco el prelado creyó al principio en que las diabluras fueran cosa del maligno, hasta que las escuchó de boca del cura, «al que concedió entonces cuantas facultades podía darle para usar los exorcismos y demás remedios de la Iglesia», cuenta Castroviejo.
Y es que el diablo no se limitaba a armar barullo con hechos puntuales, sino que perseveraba en el tiempo en sus travesuras, de las que llegó a levantarse acta notarial.
Uno de los testigos de los inquietantes hechos fue el entonces farmacéutico de Ponteceso, Severiano Mesías. Escéptico, no fue a la casa de Juliana hasta que su amigo, el señor Mosquera, juez municipal, le aseguró que aquellas cosas eran ciertas.
Se acercaron a la casa una noche y, después de registrar pormenorizadamente los alrededores, entraron. Al pasar la puerta cayó a sus pies una losa bajo la que las dos habitantes de la casa escondían la llave. Al rato de sentarse frente a la lumbre, vieron caer una piedra al suelo. Luego fue otra más, y después una auténtica granizada. Severino esquivó los impactos y fue amontonando las piedras, pero del montón iban desapareciendo algunas misteriosamente. Acabaron marcándolas para tenerlas controladas, pero, pese a su celo, al final de la noche de todas cuantas habían caído solo quedaban trece.
Pero la diablura de las piedras no fue nada comparada con la que presenciaron en su siguiente visita, unos días más tarde. Llegó el boticario de nuevo acompañado a la casa y se quedó al sol, con sus amigos, en el exterior. Al rato vieron volar ante ellos un cesto de patatas, boca abajo y cargado de tubérculos que no se caían. Después, cada uno de los integrantes del grupo, a plena luz del día, fue concienzudamente abofeteado por una mano invisible.
En El Eco de Santiago escribió entonces un estremecedor relato el periodista Prudencio Landín: «Elévanse en alto los tizones de la lumbre y otros objetos varios; caen patatas que, colocándose unas sobre otras, en forma de pirámide, mantiénense en perfecto equilibrio; de un armario, cerrado con llave, salió un pilón de una balanza romana, viniendo a caer en la cocina, a los pies de los circunstantes; siéntense silbidos agudos y estridentes; percíbese el ruido de los golpes y el chasquido de las bofetadas que con frecuencia recibe la pobre mujer, la cual es arrastrada por los cabellos».
No dejan de ser chocantes las manifestaciones del maligno. La anciana murió a los pocos años y la nieta, que también llevó de las suyas, emigró a América. El diablo, con la casa vacía, pareció perder el interés por manifestarse y el exorcismo no se llegó a practicar.
La vivienda la restauró hace unos años el joven biólogo Javier Nogueira. La Voz contaba, hace tres años, que volvía a estar habitada. Sin embargo, a Nogueira el demonio parece haberlo dejado tranquilo. Tal vez ande por otras latitudes haciendo volar patatas y otras cosas milagrosas.